Llovía a cántaros. A un mismo tiempo, estalló un
trueno descomunal y entró el señor Vergara, el viejo facho de biología.
Aguanté un gargajo, ansioso como
clavadista de olimpíada en el trampolín, listo para zambullirse en el colchón carnoso que se le
inflaba entre las arrugas del entrecejo, pero entendí que el horno no estaba
para bollos. Cauteloso, tragué saliva, peiné el jopo con los dedos transpirados
y me agarré a las tablas de madera del asiento porque se venía una bien fea. Se
notaba que el viejo estaba caliente como una pipa _ después supimos que le acababa de llegar el telegrama de despido y nosotros
éramos sus últimas víctimas_. Trepanó con su mirada de aguilucho los
cráneos huecos de todos los pibes y nos saludó con un “buenos días” más
envenenado que masita de Yiya Murano.
En el aula, respirábamos una atmósfera
densa que se iba esparciendo como nube tóxica. El olor a miedo de alumno avanzaba. Su fórmula letal era el resultado de un cóctel
explosivo de pedos apretados y pedos flojos; actividad descontrolada de
glándulas sebáceas adolescentes y sudor ácido. Las ventanas no se podían abrir
porque afuera arreciaba la tormenta. Estábamos atrapados en una especie de Seaview, pero era Vergara y no el
valeroso almirante Harriman Nelson quien nos obligaba a mantener cerradas
escotillas, en un viaje al fondo del pozo ciego.
Casi sin respirar, por temor a padecer un
shock anafiláctico, respondimos con un hilo de voz.
Su boca de sonrisa
sarcástica y dientes piorreicos, empezó a destilar la ponzoña en un goteo lento
y letal.
_ Qué apocados, chicos… conozco un método
infalible para ablandar tímidos._ y la risita sádica ganaba terreno entre los
cachetes fofos y colorados. Cuando el viejo se relamía, todos sabíamos que iba a tomar
lección.
Abrió la libreta roja. Paseó su dedo grueso y sudoroso sobre los
treinta y cinco apellidos. Ser uno de los condenados entre treinta y cinco, era
tener bastante mala leche. De repente, se frenó; cerró la libreta; miró por la
ventana. Parsimoniosamente, limpió los anteojos con un pañuelo acartonado por mocos viejos.
Nuestra agonía se prolongaba. Fluía todo
tipo de vientos viscerales y el aire se iba engrosando. Ya instalada en el
salón una espesa bruma de gas metano, la vista se enturbiaba. Al fondo de la
niebla pestilente, se dibujaba su contorno desparramado. Con la silla
incrustada entre los cantos de flan, pensativo y, en apariencias, indeciso, estiró
el suspenso todo lo que pudo.
Los latidos, los truenos y las tripas tocaban un
concierto tenebroso.
Por último, dijo en voz alta:
_ Seis por tres: dieciocho. ¿Dieciocho
dividido dos? Nueve…, lindo número, lindo número... _ y pudimos escuchar con
claridad, cómo su respiración de gordo se volvió jadeante y agitada, en un
increscendo de excitación ante el sufrimiento ajeno._ de Felice, Enrique._
Miraba para todos lados porque los alumnos, habitualmente, para él no tenían
cara, excepto los días que los hacía pasar al frente.
No lograba moverme. Meado por un mamut,
cagado por un halcón, vomitado por un oso Carolina. Creo que el barniz del
banco se quedó con parte de mis huellas dactilares. Respiré profundo y mis
pulmones se llenaron de pedos rancios. Me incorporé atontado. Caminé entre los
pupitres como un caballo con conciencia plena de que, más tarde o más temprano, lo van a hacer salchichón
primavera. Creí que me desmayaba.
Después, recapacité. Si algo había estudiado,
algo sabía. Razonamiento que no alcanzó para calmar un cuerpo encaprichado por
comportarse en sentido opuesto al conveniente: todo el organismo estaba tenso,
con excepción de mis esfínteres que se habían vuelto tan laxos como si recién
hubieran terminado una clase de yoga. Con temor a desgraciarme en una detonación de
colores variados, subí con dificultad la tarima. Miré a mis compañeros con la
desazón de los ajusticiados, esperando encontrar en sus miradas algo de
misericordia y solidaridad. Me indignó notar sus descaradas expresiones de
alivio.
Lejana, llegó la voz áspera y burlona del
señor Vergara.
_ ¿Busca algo, pibe?_ Mirando al piso,
negué con la cabeza._ Cuando hablo me gusta que me miren a los ojos. Los putos
miran el piso. Los pendejos putos tienen miedo.
Alcé la vista y amasé de nuevo el gargajo que
rondaba mi glotis, presto para estamparle la cara si me seguía puteando.
_ Ahora me gusta más… ¿ve? Ahora sí que
parece un proyecto de hombrecito. Bueno, pibe, qué me puede contar de la
enfermedad de Chagas- Massa? espero que se esmere, que no soy de conformarme con poco.
“Mierda, si yo lo sabía. Es la de la
vinchuca. Pica y chupa la sangre…no, no chupa la sangre, es la que caga sobre
la herida… si caga es porque antes comió, así que chupa antes. En la mierda
está el virus. O es bacteria, la puta madre, o es parásito. Caga, qué cagada.
Vinchuca garca como este viejo garca. Mal bicho como la vinchuca. Y chupa… que
me la chupe, Vergara. Jajajajajajajaja. Chupa Vergara. Jajajjajajajaja. Chupa
y caga, viejo trolo. ¿por qué le tenemos miedo a este viejo pelotudo? ¿qué te hace sentir
superior, bola de grasa? Te encanta cagar arriba de nuestras cabezas de pendejos
inseguros, igual que la vinchuca…”
El
timbre del cambio de hora me sobresaltó. Mi tiempo se había terminado.
— ¿Y, de Felice? Parece que, esta vez, mi método
no dio resultado; lo lamento por su promedio... iPero diga algo, por
Dios! ¡Por lo menos confiese que no tocó el libro y que no tiene ni idea de lo
que estamos hablando! ¡Me va a terminar convenciendo de que es un puto de
mierda, m´hijo!
Y la reiterada humillación en público
despertó a la bestia.
Un mazacote de palabras confusas, que
mezclaba la lección de biología con mis asociaciones libres, se mandó solo, sin
darme tiempo para arrepentimientos.
— La vinchuca es igual de garca que
vos. Si serás pedazo de viejo trolo que te llamás Vergara. Chupala Vergara, yo
no te tengo miedo._ y le zampé, con puntería de ballestero, el pollo bien
macerado, justo en el colchoncito del entrecejo, tal como venía calculando
desde el comienzo de la clase.
—Correcto, de Felice._ dijo impertérrito el
profesor, mientras se limpiaba el escupitajo con el mismo pañuelo momificado._ Me
alegro de que tenga tan claras las necesidades fisiológicas que igualan a
insectos y a humanos. Pero no nos basta, pibe, no nos basta: para mí, usted
sigue siendo un puto insecto. Y tiene un uno.
Touché .
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