martes, 26 de febrero de 2013

Cuento con moraleja



Mr. Proud nació para hablar sin pausas. Nunca pudo detenerse: impetuoso y aplastante como el barro de un alud. Monótono como una radio encendida las veinticuatro horas del día, el año entero, la vida toda. 
Sin embargo, reuniendo todas las condiciones para encarnar la quintaesencia del más indiscutible martirio, tuvo la inmensa suerte de resultar encantador. Se ganó el respeto de los intelectuales en los círculos más selectos, aturdiendo con su barullo enciclopédico y se consagró entre las damas como seductor de irresistible labia.
Demasiado sencilla y venturosa se le hacía la vida y tanto equilibrio, por momentos, se confundía con el tedio que provoca lo perfecto.
Así de armoniosa pavoneaba su apariencia, hasta el instante fatídico en el que cruzó su camino con el del excéntrico Mr. Deaf, singular individuo capaz de mantenerse refractario a sus efluvios sonoros. Y su mera existencia bastó para hacer tambalear la arrogancia del ególatra Mr. Proud. 
Para ser honesto, debería  aclarar que no siempre sus monólogos arribaron vacíos de contenido a esos únicos e insumisos oídos. Digna de ser destacada, fue la excepcional ocasión en la que Mr. Deaf, su acérrimo antagonista, a pesar de su porfiada postura de disidencia, logró rescatar de boca del abominable disertante renglones de vistosa erudición. Una vez sorteada la repulsa que su sola presencia le provocaba, consiguió escuchar y ver de qué modo escurría por entre sus labios viscosos, una oración pletórica de coherencia y razón. Jamás olvidaría cómo un soliviantado Mr Proud, dirigiéndose a él con un énfasis poco común en su decir, por lo general, monocorde, puso de manifiesto que era consciente de su indiferencia y, también, de su desprecio: “porque usted opina que yo hablo al pedo.” Expresión que enunciada en un correcto inglés, se vio considerablemente jerarquizada.
Alcanzaron esas ocho palabras magistrales. Una frase impecable que resumía, fiel y diáfano, su pensamiento y, por vez primera, lo forzaba a estar de acuerdo con su discurso, usualmente anodino..., creo que él mismo no hubiera sido capaz de expresar ni de sintetizar su propio sentir con tan suprema exactitud.
Así fue como se  detuvo a reflexionar si, acaso, no valía la pena prestar oídos a alguien que demostraba indiscutible sagacidad para interpretar el silencio de los otros. No tardó en comprobar, con profunda desilusión, que aquel había sido un incidente aislado, un relámpago de perspicacia, obra registrada, legalmente, por la casualidad. Tarea estéril, horas diluidas en náuseas y jaquecas. Se consideró ingenuo al haber pretendido rescatar un ápice de cordura, lucidez u originalidad en ese derroche infame de lugares comunes, disquisiciones eternas acerca de temas triviales y observaciones inútiles, bajo una lupa subjetiva y prejuiciosa. Una horrenda porquería, teñida de maledicencia y estupidez.  
Probablemente, el indigesto Mr Proud, jamás tomó conciencia de la verdadera dimensión que alcanzaba este enfrentamiento. Tampoco sospechaba que para su impasible contrincante, él sólo representaba a un engendro de hechura defectuosa, dotado de la pésima combinación mente estrecha,  lengua  larga.
Mudo, la única solución. Pero con tamaña vanidad, no hubiera dudado en dedicarse a inmortalizar sus vacuos pensamientos por escrito.
Entonces, muerto.  A Mr Deaf no se le ocurría otra posibilidad.
Orgulloso de su conclusión apodíctica, allí, en medio de la reunión, rodeado de treinta pares de ojos incrédulos, decidió aplicar su particular método. Sin mediar palabra, con flemática calma, tomó de atrás por las axilas al eminente charlatán y lo arrastró a la fuerza. Sus talones obstinados  marcaron un surco sobre la alfombra persa.
Mr. Deaf no dio explicaciones, no demostró fastidio ni enojo _siempre fue inhábil para manifestar sus emociones_, sólo se limitó a colocar a Mr. Proud frente al antepecho de la ventana, advirtiéndole que de él dependía.
Le concedió una última oportunidad para que depusiera su actitud invasora porque, desde luego, estaba dispuesto a aceptar una disculpa, secundada por el ubicado y debido silencio. Es más, hubiera preferido que eso sucediera porque Mr  Deaf no era hombre de índole violenta.
Encadenado a su verborrea, el otro persistió en su altivez y a la pregunta calma aunque terminante prefirió reaccionar del modo equivocado: “¿Se va a callar o tendré que tirarlo por la ventana?”
Nuevamente, les pido el esfuerzo de imaginación  para escuchar ese grupo de vocablos con la cadencia idiomática británica, sin duda, agrega otra musicalidad a la tensa situación.
Ya saben. Ni siquiera volando desde el quinto piso hasta la calle, dejó de hablar. Cayó, pero no calló. Gritaba muy fuerte, aunque sin denotar desesperación o miedo sino, más bien, indignado y  ansioso, esforzándose por terminar de contar su relato antes de lamer los adoquines.
Resultó curioso escuchar la incansable voz de Mr Proud disiparse con los metros..., como bajar el volumen con una perilla, paulatinamente, hasta apagarlo.
Y así fue como murió Mr Proud, sólo por hablar de más. 

Moraleja: Si pensás decir boludeces, que sea siempre lejos de las ventanas.   




                  

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