miércoles, 27 de febrero de 2013

Pensamiento constipado

La constipación suele forjar personalidades perseverantes, fantasiosas y reflexivas. 
En esas sesiones arduas y, en su gran mayoría, infructuosas, la mente dibuja extensos e inverosímiles recorridos. 
Se produce una especie de pensamiento autónomo, un enjambre de ideas con vida propia, independiente del defecante en cuestión.
Es bastante probable, aunque suene irreverente, que a Freud le haya surgido, en este tipo de circunstancia, la idea de las asociaciones libres, porque no hay momento más propicio que este para que fluyan ocultos arcanos como un manantial de verdades esenciales. 
Las creaciones más brillantes, los descubrimientos más revolucionarios, las filosofías más profundas se habrán parido, secretamente, en esos  íntimos y condensados momentos. 
Claro que nadie va a confesarlo jamás.
 Es tan posible que Newton no haya advertido el tema de la gravedad gracias a esa poética manzana cayendo del árbol, sino en un acto fisiológico tanto menos literario y refinado, acompañando la ilustre caída con un sonido seco en la bacinilla. 
Y acaso no resulta sugerente, la postura que inspiró al excelso Auguste Rodin para su "Pensador", sentado y con una mano apoyada bajo el mentón, preguntándose aburrido, tal vez, cuándo se inventarían los periódicos. 
O Platón y su mito de la caverna... qué llevó al egregio filósofo a encerrarse en una cueva bajo la luz de una antorcha. Quizás, mientras observaba la sombra de su propio cuerpo encorvado y tenso, reflejado en la rugosa piedra, fue sorprendido por ese instante de sabiduría.
En un período  oscuro y atormentado de mi adolescencia, solía ser el baño mi espacio preferido de reflexión. La mente volaba por recónditos espacios, algunos de sublime filosofía, otros de guarra escatología. 
Cuanto más ínfima y miserable me sentía, mejoraba ostensiblemente mi estado alicaído pensar qué estarían haciendo, en ese preciso momento, a la par de mi faena de mierda y sudor, grandes estrellas de Hollywood; divas nacionales; top models o personajes de la realeza. 
Y solía imaginar que, por misteriosas encrucijadas del tiempo y del espacio, coincidíamos sentadas al unísono en un inodoro, pedorreando y haciendo crujir las paredes de porcelana de la taza. 
Me deleitaba imaginar a Grace Kelly haciendo fuerza; a Catherine Deneuve tirándose el pedo más hediondo de todo París o a Graciela Borges escarbando un moco al fondo de una fosa nasal, al tiempo que manoteaba el rollo de papel higiénico para limpiarse el culo. 
Esas escenas entrañables las recreé hasta el hartazgo y, cada vez, agregándoles más detalles humillantes. 
Con una cámara imaginaria y un poderoso lente de aproximación, hacía foco en indiscretas partes de sus cuerpos:  me detenía en las axilas para detectarles frondosas pelambres o en la dentadura plagada de trozos de espinaca y huevos revueltos o en sus nalgas para descubrir viejas bombachas agujereadas. Encantador. Todas lucían peor que yo o, al menos, igual.
Y con esas representaciones básicas, de pronto un día advertí que, lejos de ser una entelequia, todos los seres humanos éramos, en verdad, iguales. 
Que nacimiento; caca; ronquidos; mocos; pedos y ventosidades aledañas; coito y muerte resultaban afines a todos, como un hilo conductor que nos unía ancestralmente y que nos mostraba, a las claras, que nadie era algo distinto, especial o superior. 
Ese día, hice un bollito de papel y me limpié el culo más feliz que nunca. Finalmente, logré desprenderme de mi eterna frustración de constipada _ siempre ilusionándome con la falsa alarma de un retortijón y un pedo atravesado_, al descubrir su extrema utilidad.
Recuerdo que, a pesar de mis pocos años, pude intuir uno de los conceptos que más se demora en entender  el común de la gente. 

Al otro día, amanecí con una diarrea memorable, la cual confirmó mi teoría acerca de cuan provechosa podía ser la constipación para el desarrollo del pensamiento: no me dio ni tiempo para pensar en encender la luz, bajar la bombacha y acertar con la boca del inodoro. Literalmente, me cagué encima.






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