Desde el interior de la trinchera oía cómo se
aproximaban los estallidos de las bombas. Llegaban hasta allí gemidos y gritos,
tan irreales, tan cercanos.
Estaba entregado, sólo aguardaba la muerte con
cautela. Acomodó su casco, limpió el barro que cubría el caño de su fusil.
Fogonazos rojizos iluminaban, de a ratos, su pequeño pedazo de cielo. El cuerpo
se le contraía recorrido por escalofríos que acariciaban cada una de sus
vértebras como dedos mojados. Cuándo terminaría aquella pesadilla, cuándo. Ya
no sabía si quería sobrevivir la guerra. El recuerdo de las aberraciones
presenciadas, la cobardía que le había impedido defender a su mejor amigo
serían recuerdos que jamás lo abandonarían.
Como un ensueño, regresaba la escena una y otra vez.
Tan nítida su voz que imploraba piedad, que invocaba su nombre y él, escondido.
La risa de los chacales cebados, los golpes secos que nunca terminaban, las
gotas de sangre sobre las piedras. Y él escondido, miserable.
Recordó los sueños que compartían, la infancia
transcurrida en la casa del árbol, los cuentos de aparecidos que narraban en
las noches de verano, la cacería de ranas en el arroyito, el entrañable amor
que creía sentir por sus amigos del pueblo. Como Judas, él también cargaba con
su culpa: “Traicionero había resultado el correntino. Quién sabe, si hubiera
corrido a ayudarte, ahora estaríamos compartiendo este miedo, embarrados y
duros de frío, pero calentándonos los cuerpos a fuerza de puñetazos."
Lo extrañaba tanto. En su fantasía, reconstruía la
imagen a su gusto. Allí, luchaba contra todos, los despedazaba a trompadas y
rescataba al mártir. Luego, lo alzaba en sus brazos, heroicamente, aunque el
final se repetía siempre del mismo modo: las gotas de sangre retumbaban sobre
las piedras y teñían todo de rojo; la muerte avanzaba inexorable y le arrancaba
al amigo, porque su castigo era la soledad.
_ Y todavía tenés lástima de vos mismo, negro
maricón. _ masculló con desprecio.
Se levantó
furioso, terció el fusil contra su cuerpo y lanzando desde su estómago un zapucay, se largó a correr sobre la
turba húmeda.
Las ráfagas de disparos zumbaban como un enjambre
sin panal. Lo habían llamado para defender la patria, pues allí estaba,
dispuesto a morir. Sed de venganza, locura, dolor. Podría, al fin, lavar su
conciencia. Por primera vez, sintió que peleaba su propia guerra, porque la
patria ahora tenía rostro, un rostro de piel cetrina, de ojos renegridos como
el carbón, de pelo duro de indio guaraní.
La inmolación parecía ser el único camino hacia su
paz. Fue entonces cuando el silencio lo ocupó todo, como cuando nadaban en el
río y se sumergían para probar quién aguantaba más tiempo bajo el agua. Al
escuchar la voz de su amigo supo que ya lo había perdonado.
_ Che, negro, dejá todo y venite conmigo.
A las dos horas, cesó el fuego. Se entregaron las
islas bañadas en sangre tibia y la guerra quedó condenada al olvido.
El chico yacía sobre unas piedras con el pecho
abierto, ofrendando su corazón. Igual a los demás, inútilmente empujados al
horror.
Un grupo de albatros rodeó su cuerpo. A modo de
despedida, rindieron honores graznando lastimeros, en comunión con el grito
impotente de la tierra.
El viento acercaba, sin ganas, los primeros acordes
de “Dios salve a la Reina”.
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