miércoles, 2 de abril de 2014

Los mártires




Desde el interior de la trinchera oía cómo se aproximaban los estallidos de las bombas. Llegaban hasta allí gemidos y gritos, tan irreales, tan cercanos.
Estaba entregado, sólo aguardaba la muerte con cautela. Acomodó su casco, limpió el barro que cubría el caño de su fusil. Fogonazos rojizos iluminaban, de a ratos, su pequeño pedazo de cielo. El cuerpo se le contraía recorrido por escalofríos que acariciaban cada una de sus vértebras como dedos mojados. Cuándo terminaría aquella pesadilla, cuándo. Ya no sabía si quería sobrevivir la guerra. El recuerdo de las aberraciones presenciadas, la cobardía que le había impedido defender a su mejor amigo serían recuerdos que jamás lo abandonarían.
Como un ensueño, regresaba la escena una y otra vez. Tan nítida su voz que imploraba piedad, que invocaba su nombre y él, escondido. La risa de los chacales cebados, los golpes secos que nunca terminaban, las gotas de sangre sobre las piedras. Y él escondido, miserable.
Recordó los sueños que compartían, la infancia transcurrida en la casa del árbol, los cuentos de aparecidos que narraban en las noches de verano, la cacería de ranas en el arroyito, el entrañable amor que creía sentir por sus amigos del pueblo. Como Judas, él también cargaba con su culpa: “Traicionero había resultado el correntino. Quién sabe, si hubiera corrido a ayudarte, ahora estaríamos compartiendo este miedo, embarrados y duros de frío, pero calentándonos los cuerpos a fuerza de puñetazos."
Lo extrañaba tanto. En su fantasía, reconstruía la imagen a su gusto. Allí, luchaba contra todos, los despedazaba a trompadas y rescataba al mártir. Luego, lo alzaba en sus brazos, heroicamente, aunque el final se repetía siempre del mismo modo: las gotas de sangre retumbaban sobre las piedras y teñían todo de rojo; la muerte avanzaba inexorable y le arrancaba al amigo, porque su castigo era la soledad.
_ Y todavía tenés lástima de vos mismo, negro maricón. _ masculló con desprecio.
 Se levantó furioso, terció el fusil contra su cuerpo y lanzando desde su estómago un zapucay, se largó a correr sobre la turba húmeda.
Las ráfagas de disparos zumbaban como un enjambre sin panal. Lo habían llamado para defender la patria, pues allí estaba, dispuesto a morir. Sed de venganza, locura, dolor. Podría, al fin, lavar su conciencia. Por primera vez, sintió que peleaba su propia guerra, porque la patria ahora tenía rostro, un rostro de piel cetrina, de ojos renegridos como el carbón, de pelo duro de indio guaraní.
La inmolación parecía ser el único camino hacia su paz. Fue entonces cuando el silencio lo ocupó todo, como cuando nadaban en el río y se sumergían para probar quién aguantaba más tiempo bajo el agua. Al escuchar la voz de su amigo supo que ya lo había perdonado.
_ Che, negro, dejá todo y venite conmigo.

A las dos horas, cesó el fuego. Se entregaron las islas bañadas en sangre tibia y la guerra quedó condenada al olvido.
El chico yacía sobre unas piedras con el pecho abierto, ofrendando su corazón. Igual a los demás, inútilmente empujados al horror.
Un grupo de albatros rodeó su cuerpo. A modo de despedida, rindieron honores graznando lastimeros, en comunión con el grito impotente de la tierra.
El viento acercaba, sin ganas, los primeros acordes de “Dios salve a la Reina”.
                                        

                                                                                   







                                          

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