sábado, 23 de febrero de 2013

Bolublog


El color anaranjado porque es mi preferido. 
El cuerpo de la letra, bien grande y gordo, porque  no veo lo que escribo. Ni con lentes. 
Escuché por ahí que cualquier boludo ahora se hacía un blog. Espero que, también, rija la misma norma para cualquier boluda. Y que queden incluidas boludas inútiles que no pueden abrir solas un blog y piden ayuda a sus hijas. 
Tras las filas de estas huestes me enrolo yo. Y en último lugar, por lenta.  
Hay algunas otras particularidades que me definen, de las que ni me acuerdo porque, además, soy muy desmemoriada, lo cual me hace lucir mucho más boluda, lenta e inútil, pero con la ventaja de olvidarme de lo boluda, lenta e inútil que resulto.
Aunque debo reconocer en mí una gran virtud: tengo el don de la contemplación. Algunos nacen sin dones; otros nacemos con dones. A veces, me pregunto hasta qué punto es un regalo nacer con dones ya que uno corre el riesgo, bastante a menudo, de ser usado y luego descartado. 
Gracias al cielo, el acto de observar y/o  contemplar no tiene buena prensa en estos tiempos acelerados e impacientes, lejos de considerarlo una gracia, se lo condena por improductivo, masturbación visual o acumulación de musgo neuronal. 
No provoca interés alguno porque tiene apariencia rotundamente inservible. 
Y una de sus mayores ventajas es  la inactividad absoluta. Entiendo que resulte complicado explicar que no se trata de pereza o abulia sino de esmerada introspección. 
Suelo entrar en ese estado semicataléptico  después de las comidas. Tal vez, debería consultar a algún gastroenterólogo porque sospecho que más que contemplativa, soy de digestión lenta, como las boas. Viví experiencias, de verdad, extremas. Ha sucedido que me envolvieran en un mantel a cuadros, terminando de cara al piso en un patio embaldosado, junto a una lluvia de migas y servilletas engrasadas. Y recuerdo, cierta vez, haber concluido mi cena dentro de un lavarropas, pero alguien piadoso escuchó el tintineo de unas monedas que tenía en el bolsillo y abrió escotillas antes del prelavado. Otros sé que han corrido peor suerte que yo. Sin ir demasiado lejos, al pobre hijo del benemérito Tusam lo sacaron en el sacudón previo  al centrifugado, mareado y eructando burbujas de jabón. 
Pero dejando a un lado este tipo de peripecias, diezmo que hay que pagar a cambio del goce de este talento innato, debo rescatar gloriosos momentos de iluminación, dignos del gran Siddharta. 
En general, los atardeceres anaranjados me elevan a ese estado.    
No es casual que los monjes tibetanos vistan túnicas anaranjadas. Es el color de la buena energía. No existe color más positivo, alegre, brillante y luminoso. Si al optimismo se lo pudiera pintar de algún color, este sería el elegido, sin duda. 

A mí el color anaranjado:
_ Me salva de la tristeza. 
_ Me inyecta una alegría apacible. 
_ Me da ganas de despertar del letargo.
_ Me hace pensar que, además de observar, también puedo actuar la vida. 

El color anaranjado me empuja a saltar sobre el sofá.

 Por eso, creo que si pudiera fundirme en cada atardecer anaranjado, deshacerme en el resplandor ambarino del sol y salir de escena de un salto para regresar al día siguiente con la fuerza de ese fulgor incandescente del ocaso... acaso dejaría de sentirme tan boluda e inútilmente lenta. 






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