domingo, 24 de febrero de 2013

La actitud lo es todo


La actitud lo es todo. 
No es lo mismo entrar en un lugar diciendo "buen día" y con una sonrisa entre los labios, que entrar a cara de perro y sin saludar. 
Salvo, por supuesto, que el recién llegado sea un perro. En ese caso, con mover la cola bastaría. Para un ser humano, por el contrario, mover la cola no resultaría apropiado. Como lenguaje gestual, en un caballero se tornaría confuso y en una dama, por lo menos, provocativo. 
Convengamos que para los perros, relacionarse es mucho menos complicado. Resulta tan fácil comunicarse entre ellos como comunicarse con el hombre. 
Ellos se encuentran y, sin mediar ladrido, se olfatean los culos. "¡Ah, ya me acuerdo: Julio! Tu olor es, francamente, inolvidable." Y el olor trae consigo datos precisos tales como la plaza en la que se conocieron; el tamaño de la escultura de caca humeante que olfatearon juntos; la perra labradora que se disputaron inútilmente porque se terminó yendo con un caniche bien dotado y tantos otros recuerdos que saltan como en una ficha técnica acerca del otro can, casi tan exacta como un escáner de pupila. 
Cuando saludan a un humano, el método olfativo se vuelve plurimembre: hunden de manera atrevida sus hocicos en pies, genitales y traseros porque precisan recabar mayor información que con sus congéneres. Lleva más tiempo de inspección saber si es o no conocido; si se trata de alguien confiable; si es hombre, mujer o niño y cualquier otra seña particular que colabore a organizar su patrón de comportamiento. 
De acuerdo con la conclusión a la que arribe, la intensidad de su saludo podrá oscilar desde un efusivo salto con lengüetazo, hasta una despectiva lluvia de pis sobre un zapato. 
A veces, y no queda claro si es por excitada confusión o solo por humillar, su saludo es un abrazo fornicador difícil de eludir.
Mi abuelo contaba una historia que explicaría porqué, sin conocerse, los perros se olisquean de un modo tan íntimo. 
Todo sucedía en un baile, cada perro que llegaba al salón colgaba su ojete de un perchero y sacaba a bailar a la hembra que más le gustara. Al parecer, dos perros pandilleros comenzaron una gresca por culpa de una perra coqueta que les movía la cadera con igual sensualidad, a uno y a otro. Fue tal la batahola en el lugar, que irrumpió la policía y los canes, alborotados y en el afán de huir, descolgaron cualquier arandela  del perchero, llevándose por equivocación culos ajenos. Y así es que buscan, incansablemente, hasta el día de hoy, el propio. 
Por eso digo que la actitud lo es todo. 
Perseverantes en la espantosa tarea,  aprendieron a sacar provecho de su condena. Gracias a esa manera estrecha y confianzuda de presentarse, hacen nuevos amigos y hasta se aparean, siempre con la esperanza intacta de recobrar su culo extraviado. 
Eso sí que es romper el hielo.    
Tal vez, nosotros, los humanos, deberíamos comenzar a relacionarnos de un modo parecido. Tantos perdieron la dignidad, la modestia, la honestidad, la alegría, la educación, el buen humor. 
Quién sabe. Más de uno lo tendrá metido en el culo.














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