jueves, 7 de agosto de 2014

Siempre es hoy

Hoy me preguntaba cuál sería el origen de las insatisfacciones, las tristezas, las inseguridades, los complejos, las manías, los miedos, las fobias... es decir, me levanté pensando que quería en mis manos la cabeza del culpable de todas las taras de la humanidad, en general. 
Al menos, me levanté con un deseo, que no es poco para lo "indeseadora" (¿o indeseable?) que ando, últimamente. 
Y los cuestionamientos en pos de hallar respuesta a tamaña inquietud (que picoteaba la sesera de manera obsesiva), se abrían en un abanico de incógnitas. 
En qué momento y por qué, un día, esas plagas aparecían para apestar la personalidad primigenia. 
De qué modo comenzaban a tomar forma de algo inespecífico, tal vez, de aspecto inofensivo, para ir modelando hasta la perfección un cúmulo de basura reciclada, jamás biodegradable. Un espantoso acopio que, a través de los años, va cambiando su aspecto, como testigo de identidad reservada, para engañar y nunca ser reconocido. 
Fundamental resultaba dilucidar si el destructor de personalidades sanas y salvas solía ser un quién o un qué.  O si los motivadores del embrión de traumita eran ambos, asociados perversamente adrede o por esas casualidades en las que coinciden los peores factores y generan coordenadas de terror. 
También pensé para qué me metía en ese jardín japonés, cuando hay gente que se ocupa de estos temas con idoneidad. Tan fácil debe ser para un profesional de la salud mental. Qué claro tendrá todo y qué simple resolverá cuestiones que para mí representan un enigma y para ellos serán pura rutina. Dudé en continuar adelante con ese enjambre de aguijones que me ponía cada vez más nerviosa, para seguirlo el martes, en terapia. 
Pero el pensamiento obsesivo no se detiene así como así. Se abre paso con una voluntad férrea, que me fascinaría encauzar para el lado del ejercicio físico, por ejemplo. Pero cual saeta, tampoco permite que nada cambie su rumbo, una vez arrancado el recorrido analítico, desmotivador y lacerante. 
Entonces, cada vez más insatisfecha, seguí ensuciando mis manos, empeñada en revolver entre los remanentes de stock del pasado. A sabiendas de que cuando uno se empeña en desempolvar objetos del desván, solo encuentra picaduras de polilla, mugre, olor a naftalina y piezas rotas, imposibles de restaurar. 
De pronto, me sorprendió un pensamiento. "Es la mirada", me dije con asombro, "la culpa la tiene la mirada."
Me pareció acertado creer que, desde que uno nace, necesita ser visto. Somos porque nos ven. Cada acto, cada mohín, cada performance, se despliega para que alguien más lo note. En soledad, se busca ese otro en el espejo y es la propia mirada, observadora del desdoblamiento, la que nos torna ajenos. 
Entonces, la pregunta acotó su radio de investigación porque, quizás, la clave se encontraría al descubrir cuál es la mirada que uno pretende capturar o cual hubiera sido la elegida en el pasado. 
La mirada de quien. 
Y, por lo general, la mirada que buscamos captar nunca es la que se ocupa de uno, sino que es aquella para la que resultamos indiferentes, translúcidos y hasta molestos. Ese el principio de la histeria porque, en el supuesto caso de conseguir la atención y lograr ser abarcado por ese campo visual anhelado, ya no tendría caso. 
Lo que se alcanza, inevitablemente, pierde brillo. 
Hoy escuchaba, desde el interior de un probador, la conversación de dos vendedoras que, mientras doblaban prendas y acomodaban percheros, una le contaba a la otra de su patológica relación amorosa, sin importarle que las clientas nos enteráramos de los detalles de su neurosis. El tema era que no soportaba que su ex pareja le demostrara indiferencia, entonces, hacía lo imposible para que él le volviera a prestar atención, pero ni bien el chico se interesaba en ella, en seguida la situación la cansaba y ya no quería que le estuviera más encima, pero cuando se alejaba porque lo había espantado, de nuevo enloquecía con su ausencia y lo buscaba... y así, indefinidamente. A lo que agregó, con ceguera absoluta: "No sé por qué lo hago, pero no puedo evitarlo." Y su compañera de trabajo, en un tono de hartazgo total (claramente, esa historia se la venía fumando desde hacía meses) concluyó categórica: "Eso se llama histeria." 
Seguramente, en la infancia de todos hubo muchos pares de ojos que cuidaban de nosotros, de que nada malo nos ocurriera, de que nada nos faltara. Pero solo "aquella mirada", la indiferente, la que atendía a otro, esa era la que nos hacía sentir el dolor de ser ignorados. 
Y el problema reside allí: es humano poner el acento en lo que falta, en lugar de resaltar lo que se tiene. 
Quién hubieramos querido que nos mirara, que nos prestara atención, que nos mimara, que riera con nuestras monigotadas, que se enorgulleciera de nosotros. 
Era un qué, pero también, un quién. La mirada de alguien en particular. 
Tal vez, ahí se genere el germen de la frustración. Y lo repliquemos una y mil veces, como un eco de tiempos remotos. 
El mismo error, por tiempo indeterminado. 
Desear los ojos del que no nos ve, en lugar de gozar de la mirada que nos cuida.  
Pero como nada de eso tiene vuelta atrás, aquel que nos vió y aquel que no, ya son ayer. 
Hoy la mirada que importa es la propia y uno mismo es el responsable de cambiar el rumbo. Aprender a mirarse con más bondad y menos exigencia, comprendernos sin ser despiadados, aceptarnos sin tanta presión. Entender de una vez y para siempre que no son los demás quienes deben cambiar, que no es el pasado el que condena ni es el futuro un milagrero: de uno mismo depende la mutación hacia lo positivo y en este mismo instante del ahora, puro y eterno. 
Después, todo se amolda. Todo se reacomoda. Pero recién sucede cuando ya no nos sentimos cómodos con nuestro pensamiento inquisidor. Cuando le sacamos la capucha al verdugo, revelamos su identidad al sol y descubrimos que es nuestra propia cara. Son nuestros ojos, nuestros pensamientos crueles los que nos han lacerado. 
Matemos al crítico implacable que vive dentro de cada uno de nosostros o, mejor aún, transformémoslo en un criterioso líder espiritual, en luz interior, en armonía. 
La mirada de uno, sin duda, es la única culpable. 
Ya no responsabilicemos a nadie más. 
El verdadero cambio comienza cuando empezamos a perdonarnos. 
Cuando logramos observarnos en perspectiva y aceptamos tal como nos vemos. 
Cuando caemos en la cuenta de que las mejores cosas de la vida no fueron ayer ni serán mañana, que solo hoy se pueden disfrutar porque la vida no es más que una sumatoria de presentes. 
Recién ahí, cuando nos relajamos, abrimos los oídos para escuchar con atención y bailamos confiados el ritmo que nos marca, porque tiene preparada una melodía diferente para dar cada paso.




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