viernes, 26 de febrero de 2016

Para ser un caballo blanco

Yo soy un caballo blanco que siempre hubiera querido ser un unicornio. 
 Un día, creyendo haber descubierto la gran solución, pegué un cucurucho en mi frente, me miré en el espejo y me dije: "¡Bien, ya lo parezco!" 
Y salí a la calle, orgulloso de mi nueva apariencia, esperando poder engañar a los demás. 
Sin embargo, para mi sorpresa, no recibí de los otros la esperada admiración sino la burla despiadada. Me llamaron "tonto" y yo no entendí. Pensé que el mundo entero estaba equivocado. Y me puse furioso. 
 Hasta que se acercó un alma caritativa, de la cual no recuerdo su cara o, tal vez, no la tuviera… creí que debía tenerla más que nadie por su calificativo, pero era solo un alma transparente y buena que se apiadó de mi gran desatino. 
Tomó cinco minutos de su valioso tiempo de caridad para explicarme que como en los cucuruchos se sirve el helado y el helado se toma por la boca, se le dice "tonto" al que, en lugar de llevar el cucurucho a su boca, se lo coloca en la frente como clara señal de que no comprende el modo de utilizarlo.
Sugirió, con gentileza, que me lo despegara cuanto antes y me aconsejó que no pretendiera ser lo que no era: ni bobo ni unicornio. 
Supe que lo segundo no lo sería jamás, pero lo primero, ya lo tenía asegurado.
Regresé con la cabeza gacha, sentí el profundo dolor de la vergüenza y de la insatisfacción corroyendo mi espíritu débil.
Diluido el sueño de montar colinas a través de arcoiris, llevar princesas de cabellos dorados en mi grupa y ser protagonista de cuentos infantiles, mi vida ya no tenía demasiado sentido.
Sin duda, mi destino ineludible era conformarme con dar infinitas vueltas en la noria para que otros bebieran agua fresca.
Sentía la boca reseca y amarga y, antes de regresar a la granja, me detuve a abrevar y remojar mis caídos belfos en un arroyo, disfrutando de mis últimos minutos de libertad.
En mi reflejo, vi un viejo caballo cansado. Tan triste, tan descontento con su vida, que hasta me pareció notar mi níveo pelaje de un color gris ceniciento.
Ni más ni menos que el reflejo de mi gris existencia.
De pronto, la sensación de una caricia me despertó de mi autocompasión. Cinco chicos me tocaban y reían.
Imbuido en mis pensamientos negativos, de manera prejuiciosa, interpreté sus risas como más burlas y, puesto a la defensiva, relinché amenazante.
Todos se alejaron asustados, excepto una nena que permaneció firme, manteniendo sus ojos clavados en los míos. 
Su mirada tenía la fuerza de un tornado. Nunca vi, con tanta claridad, la ausencia de miedo en un alma.
Por respeto a su valentía, agaché la cabeza y dejé que ella peinara con amor mis crines.
Después, apoyó su frente sobre mi cuello y susurró palabras de felicidad absoluta: "Peinar un caballo blanco era el único sueño de mi vida."
Me quedé con ella.
Era lo único que yo necesitaba: que alguien me viera y que alguien me enseñara a ver.

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