lunes, 25 de marzo de 2013

Autosatisfacción literaria

Tantas veces me pregunté si alguien que tiene el hábito de escribir, es correcto que se autodenomine "escritor". 
Entregarse a uno mismo ese diploma, suena demasiado presuntuoso. Siempre sentí que es un título que deben otorgarle los demás al que ejerce el oficio. 
Entonces, el dilema sería discernir si aquello que te convierte en escritor depende del currículum o de la pasión. Por un lado, cantidad de libros publicados; estudios que avalan su profesión; premios recibidos; reconocimiento por parte de lectores o sociedades literarias. Por otro carril, si siente que ya escribía historias en la mente desde antes de su alfabetización; si cree que es lo único que sabe hacer más o menos correctamente y si ama desmesuradamente el oficio.  
Parecería que el derecho de referirse a uno mismo con ese nombre, recién se adquiere cuando mucha gente avala tu talento. 
En los setenta, estaba de moda para las niñas Cuentos para Verónica, de Poldy Bird. Lo único que recuerdo del libro, además de que nos lo recomendábamos las unas a las otras por ser "de llorar", es una anécdota en la que contaba que las compañeras de su hija se burlaban cuando a la pregunta de: "¿A qué se dedica tu mamá?"; respondía, con orgullo, que escribía. Las nenas se reían y a coro le contestaban que sus mamás también lo hacían y además, leían, cocinaban, manejaban... 
Y, realmente, es algo que me sucedió siempre, sentir que hasta sonaba estúpido confesar, tímidamente: "yo escribo". Porque jamás se dice: "Yo soy escritor/a"; sino: "Yo escribo". Una obviedad, casi como decir "Yo como"; "Yo respiro"; "Yo duermo.". Da pudor. Como si fuera algo sucio o sórdido. Escribir es desnudarse frente al otro y exponerse. Resulta tangible la certeza de que al otro le está aflorando una risita socarrona interna, una mueca descalificadora de Pachano como jurado de Showmatch, asumiendo que sos un crudo, que la cabeza no te da más que para leer Parati o teñirte el pelo, sin siquiera haber leído ni un mensaje de texto escrito por vos. 
Hay mucho de incredulidad y de desprecio. 
Para calificar como literato, por ejemplo, algún intelectual de moda debe nombrarte. O, al menos, tenés que tener un pergamino que acredite ser el ganador de algún premio de concurso literario, así sea del Círculo de tejedoras de macramé, sede Exaltación de la Cruz. No interesa. Lo que, de verdad, importa es que se destaque tu nombre, preferentemente en letra gótica, sobre los puntos suspensivos del casillero: "Ha recibido la mención ...........".
El único papel pergamino que guardo entre mis desteñidos laureles de plástico, tiene mi nombre mal escrito. Galardonaron a otra. Es bien triste. 
Esa fue mi primera esperanza de ser nombrada escritora y nombraron a otra. Y, después, nunca más volvió a suceder. 
Y si supieran lo arduo que resulta preparar las obras para presentar en los concursos literarios. Seguir los instructivos de las bases al pie de la letra; respetar tamaño de hoja; cuerpo de letra; tipografía; carilla simple; número mínimo y número máximo de hojas; en tres prolijas copias anilladas; con un total de 1563 palabras y a doble espacio; más la "plica", con datos completos, en sobre aparte, al frente el seudónimo (uno más ridículo que otro: el seudónimo es tema aparte.) y un disco compacto. 
Es una verdadera maldad. Los escritos deben terminar en el baño por si el papel higiénico se le termina de repente al "jurado de renombrados escritores de la talla de", que terminan siendo ignotos representantes del inframundo under, limpiándose el culo con las expectativas de una pila de ilusos. 
Todos los derechos están contemplados, excepto los del pobre diablo desesperado que manda sus escritos inéditos, con la ilusión de ganarse los trescientos mangos del primer premio. Y el consejo que te dan es no mandar nada donde premian con dinero porque hay tongo. Como si en los demás no lo hubiera. 
Sé que sueno resentida. Es porque estoy resentida. 
Representan la desilusión más cara de tu vida. Perdés un montón tiempo y de guita para corroborar, certamen tras certamen, que nadie leería, aún en pedo, las porquerías que escribís. Ratificación frustrante si las hay. Y agotadora. Y humillante. "No sos escritor ni lo vas a ser en tu reputa vida." Esa verdad revelada te queda clara hasta el siguiente aviso de concurso. 
Todavía recuerdo la emoción absurda que sentí aquel día, al levantar el teléfono y escuchar del otro lado a una señora de voz impersonal, avisando que me había sido otorgada una mención especial. Estaba tan exaltada con el llamado y sobredimensioné el galardón de tal manera, que no llegué a percatarme de lo rasposo que resultaba recibir una "mención de honor". 
Yo lo creí una verdadera distinción. 
Me enviaron por correo una tarjeta escrita en cursiva y letras doradas para invitarme, formalmente, a la ceremonia de entrega de diplomas en el Salón De los pasos perdidos del Congreso de la Nación, donde un jurado de "notables", se haría cargo de la breve disertación alusiva para la ocasión que nos reunía. 
Sentí ese cosquilleo que anuncia la llegada inminente del éxito. 
Me aterraba la posibilidad de tener que decir unas palabras de agradecimiento y hasta imaginé un humilde discurso, por si las moscas. 
Finalmente, llegó el día. Horas sin probar bocado; estómago de piedra; piel erizada; zapatos recién estrenados; pies doloridos; humedad cien por ciento y shock aderanalínico en el pecho cada quince minutos. 
Se largó la tormenta del siglo. Mitad de la ciudad de Buenos Aires bajo el agua. Goteras en el salón De los pasos perdidos y consecuente clausura. Con el paso cambiado, caminamos varias cuadras debajo del diluvio hasta llegar a una sala en donde nos amontonaron a homenajeados e invitados. Un mar de gente. Terminé sentada en la fila 147. Recién entonces, mientras cabeceaba para esquivar el peinado batido de la señora de adelante y cogoteaba intentando divisar el estrado con el ilustre comité, tomé conciencia de que yo tan solo era un insignificante poroto negro, junto a otros trescientos, chocándonos en el caldo gordo de la misma feijoada. Todos suspendidos en la alegre y ególatra altanería de creernos los elegidos, para caer en la cuenta, casi al unísono, de que representábamos a la totalidad de los concursantes. 
Para desgracia mía, justo a mi lado, tenía sentada a la ganadora del segundo premio, quien se encargó de refregarme durante toda la ceremonia el largo y arduo camino que me quedaba por delante para llegar donde ella: un cuento más dentro de una antología de veinte autores desconocidos; un asiento en la fila 147; un acto multitudinario en un salón improvisado de la legislatura, el día aciago en el que Buenos Aires fue la Venecia del Sud (tampoco yo sabía, en ese entonces, que aquello de las inundaciones iba a convertirse en leit motiv por el resto de nuestra historia ciudadana). La señora estaba convencida de que, a partir de esa noche, ella se recibía de escritora. 
De ahí en adelante, fue un relájate y goza; es lo que hay; si estás en el baile, bailá y tantas otras frases de consuelo y ánimo para recibir un premio consuelo, con desánimo. 
Debo reconocer que, a pesar de todo, la emoción de ser nombrada y subir a un escenario y recibir un papelito de manos de una extraña y ser aplaudida por desconocidos y felicitada por algo que, supuestamente, tenía algo de mérito, se sintió muy placentero. 
Luego, hubo un vino de honor con empanadas y lo único que recuerdo es que había un actor conocido en ese momento (hoy olvidado), que no me sacó los ojos del culo en toda la noche. 
Se puede decir que mi ego, ese día, quedó pipón.
Y por muchos años más, seguí insistiendo con el tema. Soy de golpearme la trucha varias veces y superponer chichones a repetición.
Hasta que un día me dije que, tal vez, nunca lograría ser leída por nadie. Que quizás, mi literatura fuera de bolsillo, porque no debía salir de allí dentro. 
Pero como no puedo dejar de hacerlo porque me hace feliz, por ahora, me conformo con el único reconocimiento que tengo, el de mi propia alegría y satisfacción. 
Es una suerte de literatura solitaria u onanista. 
Ya lo sé: es casi tanto o más triste todavía, que tener un único diploma con el nombre equivocado. 

Apiádense de mí y sigan leyendo el blog.



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