martes, 2 de abril de 2013

La paja o la viga


  


Sin duda, es mucho más fácil ver los errores ajenos, que los propios.
Todos somos buenos críticos. Los mejores. Todos juzgamos con liviandad. Todos condenamos sin que se nos mueva un solo pelo. Y levantamos el dedo acusador sin que nos tiemble. 
Los demás son los maleducados. Los otros son los irrespetuosos, los equivocados y los incoherentes. 
El mundo entero comete yerros, excepto yo.
Hace unos días me viene rondando este pensamiento con formato de inquietud. Como una hormiga dentro de la media. Siento sus patitas recorrerme, me incomoda su cosquilleo. Sube y baja, molesta silenciosamente. Finalmente, me pica. 
Y entonces, caigo en la cuenta de que la culpa la tiene la falta de autocrítica. 
(Yo continúo del lado de afuera, observando cual entomólogo al resto de la confundida humanidad.)
Me pregunto si esta falencia generalizada, de la cual nadie parece preocuparse, será de público conocimiento o si yo, en beneficio del mundo todo, tendré la obligación de difundir el mensaje y reencausarlos. 
De pronto, un delirio entre místico y megalómano me invade y se apodera de mi ánimo. Me figuro un santón de túnica y sandalias trenzadas, al que una energía superior le encomendó la impostergable misión de catequizar a los descarriados y guiarlos hacia la luz de la autocrítica. 
(Sigo posicionada a la distancia, aplicando una mirada satelital, desde un lugar de superioridad, ya lindante con lo divino.)
Hacerle entender a la gente que el mea culpa no es un hombre de la bolsa con la vejiga llena ni un señor cuyo oficio consiste en orinarte la mochila repleta de faltas para que mojadas, pesen mucho más y huelan peor. A pesar de lo malsonante que resulta, el mea culpa es la gran oportunidad de sentarte a reflexionar acerca de todo lo que llevás mal hecho hasta el momento, para reconocerlo, hacerte cargo y enmendarlo. 
Un sincero acto de contrición.
Más de uno estará pensando que las boas son muy buenas en eso. Yo también creo que para conseguir que alguno arrive al acto de contrición, un excelente método sería someterlo, previamente, a un acto de constricción. Un tanto coercitivo, pero de eficacia garantizada. Ya con los globos oculares a punto de desprenderse de los párpados, la mayoría accedería a arrepentirse de sus pecados, pediría perdón y hasta piedad.
Aunque me atrevería a asegurar que, en un cuadro comparativo, se supondría todavía más doloroso realizar el extenuante aprendizaje de ver y escuchar al otro; percibir criterios distintos y hasta opuestos a los propios; salir del ruido de pareceres estancos, descender del piso ciento cinco del rascacielos del orgullo; aceptar las diferencias y adquirir el hábito de pedir disculpas.
(Yo permanezco en el piso ciento seis, con
binoculares.)
Ya bien lo decía el mandato bíblico:"No juzguéis
para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con
que juzgáis seréis juzgados, y con la medida con que
medís, os serás medido. ¿Y por qué miras la paja que 
está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la
viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo dirás a tu
hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí la 
viga en el ojo tuyo? ¡Hipócrita! saca primero la viga
de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la
paja del ojo de tu hermano.” (Mateo 7:1-5).
Hay que reconocer que ser cagado a pedos en buen castizo te hace temblar hasta los tobillos. Un "juzguéis", un "os serás", "echas de ver" o "he aquí", además de aleccionador y erudito, resuenan con fuerza de ley que nadie se atrevería a contradecir.
No puedo leerlo más que con entonación de película traducida al español, en función vespertina, un sábado de Gloria, por Telefe. Así como tampoco puedo imaginar al imperativo Mateo, de otro modo que no sea señalando con el dedo índice al pecador pueblo, con el porte de Moisés, Sócrates y hasta del
mismísimo Dios y, porqué no, de Papá Noel: regordete; luengas y blancas barbas y la ropa atada con una gruesa soga. Así caracterizaba Hollywood a los hombres sabios en la década del sesenta, y Buonarotti, en el Renacimiento (al que considero una fuente más confiable por pertenecer a la antigüedad).
Es una verdadera suerte que, a través de este
medio, no puedan apreciar mi diminuto aspecto de
ècuyere de circo pobre: no impondría respeto
alguno y hasta inspiraría cierta compasión, lo cual
debilitaría la intensidad de mi palabra, que ya
bastante inconsistente es.
Y yo no sé si habrá sido casualidad o si fue Mateo
inspiración para el autor anónimo de aquel
trabalenguas popular que decía: "María Chuzena
techaba su choza y un techador que pasaba le dijo:
_ María Chuzena, ¿tú techas tu choza o techas la
ajena?
_Yo no techo mi choza ni techo la ajena: yo techo la
choza de María Chuzena." Al cual le veo cierto
correlato con el pasaje bíblico:
a) El techador miraba la paja en la choza ajena, en
lugar de mirar la viga en la propia.
b) María Chuzena, no se hace cargo de sus propias
acciones, o bien, más grave todavía, es presa de un
alto grado de soberbia al referirse a ella misma
en tercera persona.Y tampoco ve la paja en la propia
choza.
De la comparación de ambos textos, lo primero que se destaca es que, tanto el techador que espiaba a María Chuzena, como el hipócrita que miraba la paja ajena, podrían considerarse dos perversos voyeurs. 
En un segundo nivel de lectura, también podría inferirse la coincidencia de ambos pasajes como prueba irrefutable de que hay ciertas cuestiones que forman parte de la estructura mental humana y de que el patrón de comportamiento se repite indefinidamente. 
Es posible que la problemática nazca de dos circunstancias situadas en las antípodas del campo visual: estar demasiado pendiente del otro o no registrarlo.
El primero es el clásico personaje que todos desean
que se compre una vida, como la señora Ogmonik, la
vecina de los Tanner en la serie Alf; el segundo, es el
hombre-isla, para el que los otros, desde su
individualismo ególatra, son una molesta nariz más
con la que hay que compartir el escaso oxígeno de la
atmósfera; un buen ejemplo sería Mr Burns, de Los
Simpsons. Uno es curioso; el otro, despreciativo.
Para ambos, el prójimo es un obstáculo. Estorba, 
inquieta, provoca rechazo y hasta temor. El otro es
siempre una incógnita y un desafío. El otro es una
amenaza porque no es yo.
Somos una larga hilera de yos. 
Y todos, en mayor o en menor medida, sentimos igual, solo que nos creemos distintos y hasta únicos.
( Acabo de decir "somos". Ya empecé a incluirme:
voy bajando por el ascensor.)
Entonces, criticamos por miedo a que nos cambien, a
que nos invadan, a descubrir que nos parecemos, a
entender que nos pasa lo mismo y que cometemos
los mismos errores y parecidas imprudencias.
Y lo odiamos tanto, pero tanto y tan profundamente,
que solo podemos observarlo en los demás e instalarnos en el lugar de la crítica, porque verlo en uno mismo y reconocerse en el otro, resultaría  insoportablemente doloroso.
La autocrítica es el harakiri de la conciencia.
Destriparse a uno mismo. Pero no para morir, sino
para renacer.

Y como, definitivamente, me volví una persona
autocrítica, admito que todo este escrito es una
verdadera bazofia y pido perdón, si es que fueron tan
amables de acompañarme hasta el final.
En honor a vuestra lealtad, me gustaría ofrecerles un
ritual de harakiri, pero parafraseando a mi
tatarabuelo, prefiero perder un lector y no una tripa.
Él le daba distinta connotación al viejo adagio, por
supuesto.

(Ya me bajé del ascensor, pero se detuvo en el
segundo subsuelo.)
















































No hay comentarios:

Publicar un comentario