sábado, 20 de abril de 2013

La mirada de los otros



El protagonismo es un lugar para el que no todo el mundo se encuentra preparado. 
Yo pertenezco al grupo de los que secundan. Me provoca fobia sentirme observada. Ni siquiera me gusta festejar mi cumpleaños por no convertirme en centro de atención en el momento ineludible de soplar las velitas. 
A veces, aterrada, me pregunto qué sentiría, por ejemplo, en el lugar de una primera mandataria. Imagino con horror la escena. Yo de pie en un palco, frente a un mar de gente, a punto de dar un discurso. Con plena conciencia de que un manojo de  cámaras de televisión se aproximarán arteras y, con un zoom de largo alcance, me escracharán en un primerísimo plano. Millones de personas presentes o fisgoneando desde las pantallas de sus televisores, escrutarán cada arruga y cada mancha en la piel; dirán que ya estoy vieja para el pelo largo y para la tinta rojiza; decubrirán con maldad la cintura de paquete de polenta y tendrán tiempo suficiente como para contabilizar los rollos debajo de la blusa floja, pero (¡Oh craso y graso error!) transparente; tal vez, un moco seco asome curioso por una fosa nasal y con cada exhalación se impulsará hacia afuera como el pajarillo del cucú de Villa Carlos Paz o, tanto peor, que de puro gorda glotona, por mandar a bodega una bola de fraile cubierta con azúcar impalpable antes de salir a escena, aparezca con un pompón de polvillo blanco en la punta de la nariz, del que sospechará un país entero y agregarán al mote de "marquera", ganado por mi inclinación hacia las etiquetas caras, el de "merquera". Nunca faltará el grano de bruja en la  frente, que aflora siempre en situaciones de estrés y el delineador de ojos, corrido y apelotonado en la zona de los lagrimales, con el aspecto desagradable del monstruo de la lagaña negra... Me desconcentraría pensando en ese pelo rebelde y solitario que insiste en salir en el mentón y, a veces, olvido arrancar; y mi cabeza, distraída en esos asuntos de instituto de belleza y alejada de los asuntos de estado, se dispararía con independencia protocolar y, dejando hablar al inconsciente de mi inconsciente, diría cosas inapropiadas, de esas que únicamente, se espetan de entrecasa tales como: "total, habla cada ganso", "mejor, vayan a laburar", "el pendex de mi vicepresidente", "no eligen un cazzo", "conchetos", "si fuera genia, haría desaparecer a más de uno" y "consuman cerdo en lugar de Viagra". O, quizás, hasta se me escaparía una puteada y porque no, un pedo, al que le permitiría escabullirse apretado, creyéndolo silencioso, pero amplificado por el micrófono de solapa de algún guardaespaldas, terminaría tronando en el éter como si fuera el estallido del Big Bang. Y como cierre triunfal, aturdida por la inoportuna flatulencia que me despierta de ese trance en el que me sumió mi frívola vanidad, terminaría enredada con los cables de luces y sonido, desparramada en el piso y mostrando por debajo de la medibacha translúcida, la vedetina enrollada entre las nalgas. Culo fofo al norte y a merced de un centenar de fotógrafos morbosos, con un hilo de baba cayendo por la comisura de los labios, la instantánea capturada de ese momento glorioso para ellos y lamentable para mí. Con la redondez de la cara visible de la luna iluminada por los flashes indiscretos, examinarán minuciosos cada uno de sus accidentes geográficos: cráteres, colinas, fallas y, ni hablar de la enigmática grieta; colocados en la mira de teleobjetivos hambrientos como curiosos satélites de la NASA. 
Por qué no cometerían esas tropelías conmigo, cuando ya han arruinado el misterio y el glamour de tanta estrella hollywoodense, sorprendidas y expuestas a la vista descarnada de la gente, sin maquillaje, vomitadas, beodas o celulíticas. Eso sí, de traer un niño en brazos, cuidadosamente pixeladas sus caritas. En mi caso, nada más pixelarían la marca de la bombacha, solo por no pagar auspiciantes para mi culo, pero dejarían con malicia al descubierto, la sospechosa sombra indicadora de que alguien olvidó este mes hacerse el cavado.
Imagino todo tipo de desgracias vanales, pero posibles, que me harían sentir la más idiota de todas (más o menos como me siento a diario, pero famosa). 
El protagonista, en este caso célebre, debe tener espaldas para desoir la burla, ser inmune al ridículo y reirse de sí mismo antes de que lo hagan los demás. Y no ver televisión, ni escuchar radio ni leer revistas o diarios. Vivir aislado frente a su propia valoración y trepado a su soberbia. Y solo ser permeable a la adulación de dos o tres obsecuentes, incondicionales o acomodaticios. 
De pronto, siento que esta descripción me recuerda a alguien, pero no logro precisar con claridad a quien.  
Sin duda, a algunos, les queda demasiado grande el sillón que ocupan. Y a nadie, su sitio debe quedarle holgado. Tampoco apretado. El talle justo. Como una prenda de vestir. Y como muchas otras cosas que, tanto mejor que queden justas y no, que bailen. 
Yo había pensado en un guante. No sé ustedes. 
Aunque, ser protagonista no siempre implica grandes gestas ni magníficos espacios de mando.  A veces, exageramos la nota, y no somos protagonistas, ni siquiera, de nuestras propias vidas. El mantenerse pasivo, expectante, atento al accionar circundante más que al movimiento y energía propios es permanecer en la zona de la claque. Aplaudidores del espectáculo que ofrecen los demás. Para bien o para mal, siempre entretenidos con el devenir de los otros. 
No participar, es la manera más eficaz de no hacerse responsable de ningún cambio. No modificar nada ni a nadie. No propiciar desvíos de rumbos ni desbordes de cauces. No someterse a la mirada ni el juicio de los demás y erigirse uno en el puesto del observador, el juez y el crítico. 
Todos nos consideramos excelentes teóricos. 
Y, por cierto, tiene que ver con los miedos, la cobardía y la inseguridad, en relación con la ceguera que produce el ego, magnificado en el protagonista. 
El que mira desde las sombras, lleva la ventaja de no ser visto por el otro, tan alto, tan luminoso, encaramado en su torre de éxito. Y tan vulnerable. 
En general, todos andamos agazapados para saltar sobre el que se equivoca porque hace. 
Me acuerdo de una frase: "No se queje, si no se queja." No critiques, si no hacés nada por que la cosa cambie. Al menos, tomar las riendas de tu propia historia, lo cual no es poco.

Yo, por mi parte, me conformo con intentar ser protagonista de mi vida. Y no me resulta tarea fácil.

Pero prometo, si alguna vez me metiera en ese engorro del poder y de la fama, tener muy en cuenta evitar el uso de camisas transparentes y mantener al día tanto la limpieza de mi nariz, como la depilación de mi entrepierna.




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