miércoles, 3 de julio de 2013

El fantasma de Fofó

La prueba más irrefutable de que el demonio existe es el Candy crush
Por primera vez en la vida, comprendo la desesperada dependencia de los jugadores. Cómo pueden perder fortunas, mentir, estafar, dejar de dormir, de comer, ser fagocitados por la necesidad imperiosa de ganar una partida. 
Jamás jugué a nada. De hecho, muchas veces me pregunté cómo podía ser que careciera del natural instinto de la competencia, del deseo primario de ganar a otro demostrando mayor competencia. Siempre resultó un tema que ocupó mis prolongados estados catatónicos de reflexión. 
Hasta que la tentación llamó a mi puerta  y, débilmente, sucumbí. 
Si a mí me hubieran contado que esto me sucedería alguna vez, lo habría visto casi tan remoto como la posibilidad de abrirles la puerta a los Testigos de Jehová.
Todo comenzó el último día del padre. Almuerzo familiar, sobrinito aburrido y un clásico de los tiempos modernos: entretener niños con jueguitos de celular.  Entonces le pedí a mi hija que me subiera al teléfono "ese de los caramelos de colores". Ni siquiera sabía cómo se llamaba. 
No creo que haga falta aclarar que soy una discapacitada cibernética y necesito del mundo entero para instalar "aplicaciones" de todo tipo porque no soy, para nada, aplicada. 
Conclusión: a mi sobrino no le interesó porque, en realidad, quería jugar a otra cosa y quedó cargado en mi pantalla. Permaneció allí agazapado, con paciencia de depredador y esperando que llegara "ese" fin de semana aburrido.
Dicho sea de paso, no tuvo que esperar demasiado: últimamente, cada cinco días aburridos, tengo una carga extra de dos días muy aburridos. 
Entre un bostezo y un sorbo de mate, tuve la infeliz idea de cliquear sobre el cuadradito de golosinas. 
Traicionero como el Jumanji, fue como emprender un viaje sin retorno. En lugar de sonar los inquietantes tambores tribales, escuché una inocente melodía de carrousel y vi filas de atractivos y temblorosos caramelos esperando ser derribados. 
El primer desafío, fue aprender a jugarlo. Una tarde, mi hijo de doce años, me encontró en las penumbras del living, con el aparato agarrado al revés y apretando enloquecida la pantalla del teléfono como si quisiera sacar jugo de chips. Luego de burlarse varias semanas y humillarme contándoselo hasta a la directora del colegio, me tiró dos o tres tips. Del resto se encargó la obsesión. 
A veces quedo detenida, flotando en el limbo de un mismo nivel por espacio de varios días, y nada importa más que superar esa instancia de juego. 
La rapidez con la que se me terminan las vidas es directamente proporcional a mi lentitud motriz. Entonces, haciendo leña del tronco que soy para jugar, aparece un genio (ni siquiera se esforzaron por crear nada nuevo: es un Mario Bross versión streapper, con el torso desnudo, turbante y barba) de brazos cruzados y cara burlona, que avisa mi rotundo fracaso. Luego, una inocente muñequita de color rosa que hace "hombrito", se sigue ensañando con expresión de tristeza hipócrita y parece decir: "qué gran pena, volviste a perder pedazo de boluda". 
También hay un Yeti con pelaje de algodón de azúcar, que incita perversamente al consumo. Parapetado en una tienda virtual, vende todo tipo de confituras para ganar con ventaja. La tentación por comprar bombas de chocolate, rueditas de coco o sets de vidas es abrumadora. Por ahora, "Codito de oro" va resistiendo. 
De puro ahorrativa, implementé un sistema de continuado de vidas entre la computadora y el celular. Cuando se terminan en uno, juego con el otro y le doy tiempo para que se recarguen. La mala noticia es que hoy recibí un mensaje de la empresa de telefonía celular avisando que había superado las horas de internet y que, a partir de ahora, la conexión va a ser más lenta. No sabía que en casa tenía que conectar el teléfono móvil al Wifi. La ignorancia siempre se paga con creces.
Sé que es bastante patético, pero aplaqué mi estado de avergonzamiento de mí misma al saber que muchos crean estrategias parecidas. 
Regalo vidas generosamente a los demás jugadores para que sean buenos conmigo y hagan lo mismo, pero noto que no es recíproco. 
Me pregunto si ellos seguiran vivos. 
Allí es cuando entro en una especie de paranoia y comienzo a creer que los pudo haber asesinado un sicario de azúcar verde flúo en algún recodo de ese largo camino serpenteante o, quizás, hayan sido absorbidos por la pantalla como en Poltergeist. Me asalta un temor incontrolable a que, después de permanecer determinada cantidad de tiempo en un mismo nivel, se produzca una avalancha de caramelos y termine aplastada debajo de ellos... puedo visualizar la escena: una montaña de pedazos de mampostería y dulces multicolores y mi mano crispada, sin largar el teléfono, asomando por entre los escombros como la de Carry
Una manera muy dulce de morir, por cierto.
No obstante, asustada y alerta, continúo la partida mirando el cielo raso de a ratos, pero sin renunciar.
De lo que sí estoy convencida es de que este juego infernal despierta la manía, la codicia, el ocio y el sedentarismo. Y si no los despierta, por lo menos, los acentúa.
He soñado con los caramelos cayendo en fila y hago analogías permanentes en la vida diaria. Abollo una servileta para tirar a la basura y escucho crujir el papel celofán de caramelo; preparo una ensalada primavera y alineo arvejas, granos de choclo y cuadraditos de zanahorias en tríos de color antes de volcarlos en la ensaladera y créanme que no quieren saber, en qué momento recuerdo la trufa de chocolate con grana de colores que explota. 
Es como vivir dentro del universo de Dr Seuss, entre colores chillones que mienten alegría y rezuman un tufillo neurótico y enloquecedor.
Cierro los ojos y veo puntitos que se enfilan y caen en catarata. Hoy, mientras me duchaba, se produjo ese efecto retina impregnada y, como un flash, me asaltó un recuerdo de niñez. 
Por los años setenta, hacían furor los legendarios payasos Gaby, Fofó y Miliki. Rompieron con el estereotipo del payaso clásico y tétrico. Eran desestructurados, simples e ingeniosos. Yo tendría, aproximadamente, ocho años y los adoraba. Todos los chicos estábamos fascinados con ellos (mi hermana, que tendría ya dieciseis años y las hormonas alteradas, estaba babeada con Fofito, el payaso joven del grupo). Tenía todo el merchandising posible: el longplay, los posters y las revistas. Antes no era como ahora que el "lo pedís, lo tenés" es lo corriente. En aquellas épocas, remabas en contra de la corriente por tiempo indeterminado: sacabas buenas notas; ayudabas a limpiar los muebles y a secar los platos; te limpiabas bien las orejas; hacías algún mandado; visitabas a tus abuelos y, tal vez una mañana, amanecías con la revista a los pies de la cama. Y ese era el día que jamás olvidarías por el resto de tu vida.
No digo que el método fuera ni mejor ni peor, solo diferente.
Y lo aclaro, nada más, para que dimensionen e imaginen lo que significaba alcanzar a ser dueña de ese set de payasos en todas las versiones existentes (claro que a mi hermana le estaba faltando la versión "carne y hueso" del payaso Fofito... cuyo nombre, resultaba escasamente prometedor). 
El disco habrá terminado destruido de tanto mandar púa y púa arriba de los surcos de "La gallina turuleca", "Mi barba tiene tres pelos" y "El barquito de cáscara de nuez", mi canción preferida. Y con la revista, otro tanto, las hojas tenían más arrugas que el cuello de la duquesa de Alba. 
Y qué tendrá que ver toda esta retrospectiva con mi obsesión con el Candy Crush, se preguntarán. 
En la revista venía un jueguito de ilusión óptica hecho con la imagen de Fofó, delineado el contorno con puntitos negros sobre fondo blanco. Había que fijar la vista durante unos segundos, luego cerrar los ojos, abrirlos, mirar el techo y allí aparecía el "fantasma" de Fofó por un rato, suspendido en el aire. Me cansé de hacerlo. Es gracioso pensar con qué poco nos divertíamos. 
Para tristeza de todos sus fans, Fofó murió a fines de los setenta, en pleno auge del trío. Y allí se esfumó mi diversión. Todavía recuerdo la impresión que me dio entender que si volvía a jugar con eso de los puntitos, se me iba a aparecer el fantasma del payaso, pero esta vez, no era joda. 
Yo creo que nunca más quise abrir esa revista.   
Cuando digo que ni mejor ni peor, me parece que no me equivoco. Porque uno estaba todo el santo día con los payasos de aquí y los payasos de allá. Se convirtieron en una obsesión masiva. Como después lo fue el Tikitaka (mis antebrazos poblados de moretones daban crédito de ello); el auténtico yoyo Russel; el Atari; Xuxa o en la infancia de mis viejos el Pif Paf o el radioteatro de Tarzán y Tarzanito, auspiciado por Vascolet.
Y quién sabe si todo aquello no produciría aún más adicción que los jueguitos de ahora porque, para colmo, era lo único que había. Ningún suceso tenía casi competencia. Nunca hubo, ni hay ni pienso que haya alguna vez, un "adictómetro". Chupetómetro sí, el gran Carlitos Balá lo inventó y me pongo de pie.
De todos modos, para ser honesta con ustedes y hasta conmigo misma, en el fondo de mi corazón, siempre abrigo una sospecha con ínfulas de certeza de que todo pasado fue mejor. 
Pero es nada más que nostalgia, quédense tranquilos. Y sigan jugando con sus Angry birds, sus Pet society, sus  Big Farms y mi Candy Crush
En el futuro, algún boludo que, como yo, esté transitando su crisis de la mediana edad, volverá a plantearse este mismo dilema sin respuesta. Y colocará al Candy Crush dentro del listado de entretenimientos inofensivos y de extrema inocencia de los niños del pasado porque, tal vez, en el dos mil cincuenta la purretada tenga como pasatiempo fulminar vecinos con bomberos locos de titanio lanza radiaciones o reflectores de hologramas de zombies (los zombies siempre garpan) mata viejas.  
Mientras tanto yo, con el pulso tembloroso, todavía voy a seguir atrancada en el nivel 54352 del Candy crush (reedición vintage), que se jugará con la mente, pero como vieja empecinada que seré, me encontarán mis nietos en la penumbra del living, apretando algún control con el que se encienda el horno o se abran los paneles solares de la azotea.




No hay comentarios:

Publicar un comentario